Tú puedes ser – y eres – el pecado viviente; eres responsable de todos los pecados del mundo, solidario con el pecado humano; en la medida en que lleves a cabo esto, puedes vivir la misma santidad de Cristo. No en la medida en que te sientas ya santo, porque cometiste solo cualquier acto de impaciencia o simplemente te distrajiste en la oración; por este hecho, eres como los fariseos, que pensaban que la gracia divina no era más que hacer que Dios fuera tu deudor. Pretender que el hombre tenga derechos ante Dios, es negar el amor.
Es precisamente esto lo que nos impide a los católicos ser santos; esta pretensión estúpida y absurda, creer que el hombre tenga derechos ante Dios. El hombre es solo aquel que es amado y amado gratuitamente; amado de tal manera que verdaderamente el amor vence en él, no sólo el pecado realmente cometido, sino también la misma capacidad de pecar que es igual para todos y es la posibilidad de poder llegar a cometer todos los pecados. Si no sientes que has sido perdonado de todo pecado de adulterio, de asesinato, etc.,… no vives el amor de Dios, porque pretendes presentarte delante de Él con un rostro limpio, casi como si fuera un mérito tuyo el no haber caído en algunos pecados; casi como si fuera mérito tuyo, independientemente de la gracia divina, el hecho de no ser un adúltero, un asesino, etc. Dios nos perdona todos los pecados, pero en la medida en que seamos conscientes de ellos.
[…] Os he dicho otras veces, que cada uno de nosotros es toda la Iglesia, pero debo decir algo más. La persona tiene un valor tal que, en sí misma, en acto primero, potencialmente puede asumir a toda la humanidad. En cada uno de nosotros está toda la humanidad, humanidad que Él perdona y asocia a Sí mismo. Si toda la humanidad está en nosotros, está también toda la potencia del pecado. Aún antes de que Cristo se solidarice con todos y se haga el único hombre, tú eres la única esposa.
¿No es verdad que el matrimonio implica no solo la indisolubilidad, sino también la monogamia? La monogamia y la indisolubilidad, no son propias solamente del matrimonio humano. Son propias del matrimonio humano, porque, antes que todo, son signos característicos de la unión de Dios con el hombre y de éste último con Dios. Como Él es el único hombre («Ecce Homo»!; Jn 19, 5), el nuevo Adán, así cada uno de nosotros realiza la propia vocación cristiana en la medida en que es toda la Iglesia, toda la humanidad y en la medida en que cada uno de nosotros se sienta responsable de todos los pecados para ser perdonado por Él.
Pero la misericordia divina es tal, que realmente te hace santo de su santidad, no de otra santidad sino de su santidad. En la medida en que te ama, Él depone su amor en ti y tú aceptas ser amado y, por lo tanto, crees en su amor; Él vive en ti y en ti no vive más que su santidad. He aquí la santidad de María. La vocación cristiana, sólo María la realiza en modo pleno; no porque la Virgen sea diferente a nosotros, sino porque creyó en el amor, mientras que nosotros no. «Bienaventurada tú que creíste!» (cfr. Lc 1, 45). La bienaventuranza de María es sólo creer en el amor de Dios que ella vivió hasta el fondo. Tú no crees, ni yo, ni san Pablo, ni san Pedro, ninguno ha creído como la Virgen. Por eso, solo ella ha realizado hasta el fondo dicha vocación y es santa.
En la medida en que cada uno crea, realiza esa vocación y es santo. Santo con una santidad menor que la de la Virgen, pero no por eso menos real, porque la fe en el amor de Dios no alcanza la pureza, la sencillez, la universalidad de la fe de la Virgen pura. Precisamente porque su fe es plena, justamente por esto en Ella fue perdonado todo pecado. Todo el pecado humano ha sido perdonado en ella, aún antes de que lo cometiera; es por eso que ella es el refugio de los pecadores, la primera en ser perdonada, ella que, como dice la bula Ineffabilis, es «sublimiori modo redempta – redimida de un modo más sublime.
Ejercicios del 13 al 17 de junio de 1980 en Arliano