De la Reunión mensual del 3 de abril de 1958 (Jueves Santo)
Tratemos de no distraernos, de prepararnos para la liturgia de hoy, que es participación en el misterio de Cristo. Cristo hace presente este misterio no como un espectáculo, sino renovándolo en nosotros: nos inserta en este acto del cual somos más actores que espectadores.
La liturgia pascual debe llevarnos a vivir este misterio durante toda nuestra vida. No podemos responder a nuestra consagración más que viviendo este misterio, porque siempre dijimos que la consagración religiosa no es más que la consagración bautismal; sin embargo, es una consciente y libre aceptación de las obligaciones que se derivan de la consagración bautismal. Y dichas obligaciones son una sola cosa, pero que involucra toda la vida: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas». Esto prometimos el día de nuestro Bautismo y nadie puede ir más allá del cumplimiento de esta ley. En el fondo, sólo Cristo acató esta ley, sólo Cristo se orientó totalmente hacia Dios, gracias al misterio de la encarnación, por el cual el Hijo de Dios pudo entregar perfectamente al Padre la naturaleza humana asumida.
Vivir estas obligaciones, vivir esta consagración bautismal implica que vivamos la muerte y resurrección de Jesús. Ya san Pablo, en la carta a los romanos, demuestra que somos bautizados en la muerte de Cristo y que el Bautismo es también participación en la resurrección, cuando, al emerger de las aguas, el alma resurge regenerada por el baño de vida.
El Bautismo […] nos dio participar en el misterio de Cristo, de manera que realmente participamos en el misterio de la divina encarnación. Sin embargo, nuestra inserción en Cristo todavía no nos permite vivir personalmente su misterio, todavía no manifiesta nuestra participación en este misterio voluntaria, libre, consciente, plena, personal. En cambio, la consagración que hicimos más tarde es aceptación de las obligaciones del Bautismo, a fin de comprometernos, libre y voluntariamente, hasta las extremas consecuencias, a corresponder a todas las exigencias divinas de muerte y resurrección.
Ahora, esta muerte y esta resurrección las podemos vivir solamente en la medida en que estemos unidos a Jesús. Es inútil pensar vivir la consagración religiosa, si no vemos esta consagración religiosa como el acto por el cual nos insertamos en Cristo y vivimos en unión con Él.
Vivir nuestra consagración religiosa es compromiso constante de unión con Cristo, es compromiso constante de participar en el misterio pascual. El acto que estamos para cumplir asistiendo a la Santa Misa es el acto social más alto, más grande, más significativo, pero también más eficaz, de todo el año que estamos viviendo. Del mismo modo, la Comunión pascual que hacemos esta noche es el acto más grande de todo el año. Hablo de la Comunión de esta noche, pero no separo la Comunión de esta noche de la de la Vigilia Pascual o del Domingo de Pascua, así como no separo la participación en la Santa Misa de esta noche de la participación en la Liturgia de mañana y en la Santa Misa de la noche del Sábado Santo. No puedo pretender que todos estéis presentes el sábado en la noche. Por lo tanto, es importante que al menos en la primera Misa del Triduo pascual todos estemos presentes y que los que no pueden estar aquí se sientan unidos con nosotros, vivan con nosotros este misterio.
Es claro por qué. Toda nuestra vida no es más que una participación en el misterio que se celebra, no es más que hacer nuestro el misterio al cual asistimos, no es más que la inserción cada vez más profunda en esta Presencia que la liturgia establece y hace realidad.
Vivir esto, para sentir que ya no somos pobres hombres, para sentir que ya no estamos separados entre nosotros. La participación en el misterio cristiano realiza la comunidad, porque crea nuestra unidad, por la cual todos somos un solo Jesús, un solo Cristo. Pero no es solamente esto: la participación en el misterio cristiano hace de manera que ya no podemos vivir una vida nuestra ni personal ni puramente humana. Nuestra vida es la vida de Cristo. Nuestra vida no tiene otro valor, otro significado. Es la vida de Cristo. ¡Con qué respeto debemos usar de nosotros mismos, con qué sentimiento de reverencia debemos percatarnos de la grandeza de cada jornada nuestra! Es fácil y también cómodo adorar a Jesús en el sagrario, porque esto lleva a distinguirnos de Él, a separarnos de Él: «Tú eres el Otro a quien adoro». Mucho más difícil, en cambio, es vivir esta unidad con Cristo, por la cual debemos usar de nosotros con la máxima reverencia, como cosa sagrada, porque en nosotros es Él quien vive, en nosotros es Él quien se hace presente.
Nuestra vida es el misterio de Dios.