Dio solo e Gesù crocifisso, 1985, pp. 56-58

Vivimos con Cristo una sola vida y nuestra vida es la alabanza al Padre, es la salvación del mundo. Si el Hijo de Dios es la alabanza sustancial al Padre, tú tienes que ser la alabanza a su gracia […]. Pero Cristo es también el Cordero de Dios que quitas los pecados del mundo. Entonces tenemos que ser la alabanza a Dios porque somos una sola cosa con el Verbo encarnado, pero tenemos que ser también una sola cosa con todos los hombres, porque somos una sola cosa con Cristo Salvador del mundo. Cristo es la santidad de Dios y Cristo ha cargado con el pecado del mundo.

Es esta la paradójica vida del cristiano. Suprema paradoja: en tu amor, en Cristo, has de realizar la unión con Dios y con los hombres pecadores, has de vivir la santidad de Dios y responder por todos los pecados del mundo. No puedes apartarte de algún pecador: si te apartas, aunque sea de un solo pecador, te apartas de Cristo. Ser uno con Cristo significa ser en Él alabanza a Dios y también el Cordero que carga con el pecado del mundo. En esto se convirtió Cristo en su muerte de cruz.

Hasta antes de su muerte no había asumido el pecado. Había asumido nuestra naturaleza, pero no el pecado de los hombres. En el mismo instante en que asumió la responsabilidad del universal pecado, se descargó sobre el castigo de todos los pecados hasta matarlo. En el acto de su muerte, Él reveló su amor, un amor más grande que todos los pecados. Por eso, en su muerte, se ha hecho el Salvador de todos. ¿Quieres separar tu responsabilidad de la de los hermanos que amas? No. Entonces, tú también has de asumir el peso de ellos.

Demasiado nos ocupamos de nuestra pequeña huerta. Nos parece que hemos fallado sólo porque nos distraemos en la oración… ¡No te separes del pecado del mundo! ¡Siente como tuyo el pecado de todos, porque todos son una sola cosa contigo! En tu amor, tienes que salvar a todos.

El pecado separa al hombre de Dios, separa a los hombres entre ellos, pero tu amor en Cristo ha de superar su pecado y salvarlos: «Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34). Este es el amor. Los hombres pueden querer apartarse de Cristo, odiarlo, pero Cristo no se aparta de alguno: a todos los abraza en su misericordia y en su amor. Y abrazar a todos en el amor y la misericordia significa para Cristo hacerse responsable de todo el pecado del mundo ante el Padre. Por eso ha de sufrir la experiencia del abandono por parte del Padre, ha de hacerse como el pecado viviente. Lo afirma san Pablo: «Se hizo pecado» (ver 2 Co 5,21); no porque ha pecado, sino porque, asumiendo todos los pecados, se hace responsable ante Dios de todo el mal.

Magdalena de Canossa tuvo este amor. En sus Memorias dice que quisiera estar en el purgatorio toda su vida, con tal de salvar a todas las almas. Y vosotras, ¿qué habéis hecho, qué hacéis? ¿Qué sentido tienen todas vuestras obras, si las almas que habéis conocido acaban cayendo al infierno? La suprema caridad hacia el prójimo no puede ser más que llevarlo a la salvación. Todo lo que hacéis, toda obra, tiene como fin la salvación. Sin la salvación, todas las obras precipitan en la nada, se esfuman. Si, después de trabajar tanto, las almas van al infierno, ¿cuál bien habéis realizado?

La caridad tiene como fin esta salvación. Lo mismo hizo Jesús crucificado: Él siempre amó, pero sólo en su muerte obró la salvación, porque en su muerte asumió el pecado del universo. Os consagrasteis a Dios para que ningún hombre se apartara de vosotras. No tenéis solamente que atender a todas las necesidades humanas, sino responder por todos los pecados del mundo. No debéis escudaros frente al pecado: Nuestro Señor no se defendió, cuando la Magdalena se echó a sus pies. No debéis apartaros, no debéis condenar. Toda condenación del prójimo es vuestra condenación, porque la condenación implica una separación, y separarnos, aunque sea del último de los pecadores, es separarnos de Cristo.

Mientras el hombre esté con vida, siempre está llamado a la redención. Cristo ha muerto por Él, se ha identificado con él, para asumir su pecado, su dolor, su sufrimiento, su humillación. Todo lo propio de todo hombre ha de ser tuyo. La caridad ha de hacerte uno con todos y no te exige menos que la muerte, por eso mismo.