Dal mito alla verità, Gribaudi, Turín 1991, pp. 12-16

Eurípides es un escritor ejemplar para el que intenta descubrir la acción secreta de Dios, que, aun fuera de Israel, prepara paulatinamente el advenimiento de Cristo, término final del camino del hombre.

Si Dios ha elevado desde el principio a la humanidad al orden de gracia – al punto que ya debemos admitir que el estado de naturaleza pura concretamente nunca ha existido para el hombre –, debemos también afirmar que desde el principio Dios ha orientado al hombre hacia el Cristo venidero, aun antes del pecado de Adán. La Biblia no empieza con la vocación de Abrahán, sino con la creación del hombre, y Adán ya es figura de Cristo, y Eva, de María.

Toda la vida de la humanidad es una historia sagrada. Ciertamente, si es difícil reconocer el carácter profético de la historia de Israel sin la acción del Espíritu Santo, mucho más difícil es descubrir el rostro de Cristo en la revelación cósmica, fundamento de las religiones paganas. Sin embargo, la teología católica cada vez más ha de estudiar no sólo la armonía entre los dos Testamentos, sino también – y ya sobre todo – la relación secreta y la armonía entre todas las religiones y el cristianismo. Digo “ya sobre todo”, porque el conocimiento de las diferentes tradiciones religiosas se ha hecho tan vasto, por medio de la red de comunicación social, que postergar este estudio, lo único que puede garantizar la trascendencia del cristianismo y por eso su catolicismo, puede llevar a negar su justa pretensión de ser la única religión verdadera.

El camino de la humanidad no es más que la progresiva manifestación de un único misterio. Por eso la expresión de toda cultura humana en la literatura, en el arte de toda nación, tiene carácter profético, aunque parcialmente. Todo anuncia y aguarda el cumplimiento de aquel misterio, en la Presencia, velada pero real, de Cristo.

Privilegiada entre todas nos parece la cultura griega, ya que la misma revelación del Antiguo Testamento se concluye en lengua griega y todo el Nuevo Testamento se expresa en ese idioma. Si queremos escuchar a Dios, es a través de esa lengua como hoy también nos habla. El idioma no es un instrumento indiferente en la transmisión del mensaje de Dios. Juntamente con el idioma, Dios tuvo que asumir de alguna manera también el pensamiento, también la poesía, porque pensamiento y poesía no se pueden separar de la lengua. La lengua de toda nación es plasmada por el pensamiento y la poesía. Por lo tanto, nos parece un deber descubrir en el pensamiento y la poesía griegos la preparación para el Evangelio. Hay profetas también entre los paganos, según los místicos Justino y Clemente de Alejandría, pero hemos de decir más: Todo gran poeta, todo gran filósofo misteriosamente anuncia al Cristo venidero o, si ya ha venido, lo supone.

Debemos escuchar a Dios en todo hombre que nos habla, porque Dios, antes de asumir nuestra naturaleza humana, ha asumido una lengua humana […].

Ciertamente no debemos forzar los textos. Los textos deben hablar por sí mismos. Sin embargo, a estos textos de la literatura clásica les ocurre algo parecido a lo que a los textos del Antiguo Testamento: sólo en su cumplimiento final se reconoció la profecía en ellos. El Nuevo Testamento ilumina el Antiguo. Sólo Cristo puede abrir el libro siete veces sellado, sólo de Cristo el libro recibe su interpretación auténtica. ¿Es lo mismo respecto a la tragedia griega? ¿Podemos hoy reconocer en la literatura clásica esa preparación evangélica de la que habla el Concilio Vaticano II?

Los héroes míticos más grandes y famosos son Heracles y Dionisio. Su historia rebosaba de nuevas e impredecibles pruebas. Los dos difieren en el desenlace de sus vicisitudes: Heracles es un hombre y se hace un dios; Dionisio es un dios y desciende entre los hombres, se manifiesta, vive con ellos. En el primero, el mito responde al ansia del hombre que anhela convertirse inmortal y en compañero de los dioses; en el segundo, al contrario, el mito parece mostrar como dios se hace cercano al hombre, busca su compañía y, aun permaneciendo dios, fije su morada entre ellos. Siempre terrible es la divinidad, pero el hombre igual lo va buscando, desea su cercanía. El mito parece nacer de esta invencible atracción de lo divino y al mismo tiempo de la oscura percepción de su presencia.