La Iglesia es la esposa y al mismo tiempo cada uno de nosotros es la esposa, porque cada uno de nosotros es toda la Iglesia. Dice san Pedro Damiani: In ómnibus una, una en todos, pero también in síngulis tota, toda en cada uno. Yo soy toda la Iglesia y cada uno de vosotros es toda la Iglesia en la medida en que se realiza nuestra vocación a la santidad.
¿Qué quiere decir ser toda la Iglesia? ¿Qué le da la humanidad a Cristo? La muerte, los pecados. ¿Qué nos da Cristo? Su vida divina, su Espíritu.
¿Qué debemos llevar a Cristo? No sólo nuestro pecado, sino el pecado de toda la humanidad. Sintámonos responsables de todo el pecado del mundo para ofrecérselo a Él y obtener para todos misericordia y perdón. La misericordia que deseamos para nosotros, no la podemos separar de la que debemos desear para los demás, para todos.
[…] Todos debemos sentirnos comprometidos a vivir esta co-redención, asumiendo junto a Jesús el peso del pecado del mundo. Peso que Jesús de alguna manera recibe de nosotros, ya sea porque nosotros mismos somos pecadores, ya sea porque también el pecado que no hemos cometido es en cierto modo nuestro, por el hecho de que somos una sola cosa con todos. No podemos separarnos de los demás. Por eso, el pecado de todos es asumido por Cristo a través de nosotros. Eso es lo que quiere decir vivir la dimensión eclesial de la Eucaristía, vivir la solidaridad con el pecado humano.
Es impresionante la oración de Gregorio de Narek en la cual él se acusa a sí mismo, página tras página, de los pecados más graves: violaciones, asesinatos, adulterios, sacrilegios innumerables. ¡Queda uno sin respiro! Sin embargo, no podemos separarnos de ninguno. Convirtiéndonos en la esposa de Cristo por medio de la Eucaristía, cada uno de nosotros se convierte en toda la humanidad que Él llama de nuevo a la unión con Él.
[…] Es ésta la solidaridad que la Comunión debe despertar en nosotros, dándonos el sentido del pecado universal, para llevarlo a Cristo, porque Él lo desea de cada uno de nosotros. Debemos sentirnos cubiertos, oprimidos por la responsabilidad del pecado universal, para que a través de nosotros, a quienes Él ama, el pecado sea redimido, sea cancelado y, por medio de nosotros, Dios tenga misericordia de todos. Porque nosotros somos todos.
[…] Santa Teresa del Niño Jesús asume el pecado de su tiempo, la incredulidad: debe vivir la angustia terrible de la falta de fe, como si Dios no existiera. Ella misma dice, de hecho, que ya no cree. Usa precisamente esta expresión. Ciertamente creía, si no ¿cómo podía estar allí? ¿Cómo hacía para vivir la vida de oración? Sin embargo, era como si no creyera; tanta era su pena, tanta era su angustia. El pecado del mundo le pesaba con todos sus efectos, dándole el sentido de la irrealidad del mundo divino.
Es la pena más grave que un alma pueda sufrir. De hecho, ésta es precisamente la purificación que Dios pide hoy a las almas. Santa Teresa de Jesús no la conoció ni tampoco san Juan de la Cruz, mientras que santa Teresa del Niño Jesús, que vivió en una época en la que crecía la incredulidad, vivió este sentido de la ausencia de Dios, de la muerte de Dios, para usar un lenguaje propio de cierta teología moderna.
Y también vosotros, en la medida en que viváis la unión nupcial con Cristo, viviréis este drama, porque el pecado del mundo os debe oprimir, no porque lo hayáis cometido, sino porque estáis llamados a cargar con el castigo: el abandono del Padre. Sentirse como suspendido en el vacío, sentir inútil, quizá absurda, la propia vida es la pena que pueden probar las almas religiosas de hoy y que no probaron las de hace siglos.
¿Qué nos permitirá resistir? La gracia de Dios. Esta gracia nos permitirá vivir también la muerte, porque la unión con Cristo se realiza en su muerte. El tálamo de las nupcias con Él es la Cruz, en la cual nos acostamos como Él lo hizo. Quizá no es muy agradable, pero ¡es así como se ama!
Con esta muerte, el alma vive realmente la unión, porque con la muerte dona a Cristo lo que ella es o lo que tiene. Y Cristo nos dona lo que Él es: el Amor.
Del libro: Spiritualità carmelitana e sacramenti, 1984