Si la alegría es la ley fundamental del cristiano, lo es porque la alegría implica primero que todo el amor. Acertadamente siempre se vio una relación entre el amor y la felicidad: quien contrae matrimonio piensa que el día de la boda es el día más feliz de su vida.
Efectivamente, en el amor, aun humano, el hombre encuentra su plenitud y en su perfección natural encuentra precisamente el cumplimiento de sus deseos, la respuesta de la naturaleza a sus propias exigencias, a las necesidades no sólo del alma, sino incluso del cuerpo. Todo encuentra su cumplimiento en la unión nupcial y la unión nupcial no es otra cosa sino el fruto del amor. Amor y alegría parece que van de acuerdo. La alegría es el fruto del amor; por lo tanto también la alegría implica el amor. Nadie, pues, puede poseer la alegría si no está libre de todo egoísmo.
Si queremos tener la alegría es necesario que nos liberemos de nosotros mismos. Esta es la primera experiencia. Es necesario vencer todo tipo de egoísmo que nos encierre en nosotros mismos y nos haga el centro de todas las cosas.
Pero, si la alegría implica el amor, a su vez exige la victoria sobre el egoísmo, implica el olvido de uno mismo. Nadie que se encierre en sí mismo puede poseer la alegría. El alma encuentra la alegría más bien en la donación de sí misma. Pero donarse implica al mismo tiempo un sacrificio. Por eso, no es verdad que el sacrificio se oponga a la alegría. Por eso, no es verdad que la muerte a uno mismo acabe realmente la alegría; al contrario, es la puerta que se abre a la infinita bienaventuranza, a la plenitud de la paz, porque es también la puerta del amor.
En consecuencia, si uno quiere poseer la alegría es necesario que no tenga miedo al sufrimiento. Puede parecer que este lenguaje sea paradójico, contradictorio; en cambio, nada más justo, nada más natural; no sólo justo y natural, sino también nada más necesario. Verdaderamente la alegría es una flor que se abre en el sacrificio. Verdaderamente la alegría es la participación en la Resurrección que supone la muerte. No tener miedo al sufrimiento es una exigencia de la alegría. Estar disponible al sufrimiento, estar dispuesto al sufrimiento. Precisamente para poseer la pureza de la alegría, para que se mantenga pura, incontaminada; justamente para que no se turbe, no conozca el peligro de disminuir, de fracasar, de desviarse.
Pero, si la alegría implica el amor, si implica el don de sí mismo, si es fruto de la donación de nosotros mismos que es sacrificio, se deriva otra consecuencia: que la alegría más pura jamás se realiza en ausencia de dolor. Es en la misma presencia del sufrimiento como el alma goza. Paradoja cristiana, pero al mismo tiempo experiencia de vida. Quien posee la alegría más pura es aquel que más ha sido mortificado. No sólo «bienaventurados los pobres en el espíritu», sino también «bienaventurados los perseguidos» (ver Mt 5,10). iRecordémoslo, porque debemos vivir la enseñanza evangélica! No debemos reducirlo a un tema académico ni a bellas palabras. Debemos vivirla. Y la enseñanza evangélica es esta: la gloria de la Resurrección, el gozo de la Pascua, es el fruto de la muerte […].
¡Tengamos temor cuando la alegría no nos pida nada! Porque quizá sea una alegría contaminada, una alegría ambigua; quizá no sea ni siquiera cristiana, aunque vivamos en la dulzura de la oración. ¡No es la pura alegría cristiana! ¡Pureza de la alegría que florece en la humildad! ¡Plenitud de la alegría que es fruto del sacrificio! Inmutabilidad de una alegría que es el signo de la presencia y también de la pobreza, de la humildad y de la muerte. ¡No temamos el dolor! Esto es lo que quiere decir tener por ley la alegría. ¡Acojámonos, abandonémonos al sufrimiento! Esto es lo que quiere decir tener por ley la alegría.
Retiro del 18 de octubre de 1959 en Settignano