Reunión en Florencia del 6 de febrero de 1966

En la última parte de la parábola de los trabajadores en la viña, Nuestro Señor pone en relación y en oposición la justicia que los hombres quieren con la caridad que Él dona […]. ¿Qué derecho podía tener el que tan solo una hora había trabajado, sobre todo al no habérsele prometido nada como recompensa? No había nada establecido entre los trabajadores recogidos durante la jornada y el amo. A los que encuentra a la tercera hora les dice: «Id y os daré lo justo», pero a los de la hora sexta, novena y décimo primera, no les dice nada: «Id vosotros también a trabajar». Y éstos ciertamente no esperan nada. Quizás pensaran: «No estamos haciendo nada y casi nos aburre esto de esperar en vano que nos llamen a trabajar. Vamos, pues, a trabajar».

¿No es así? Tal vez ¿no es verdad que ya es un regalo el que nos aparten de nuestra pereza para darnos algo que hacer? Casi hay que agradecer a quien nos pide algún trabajo, más que estar sentados solos, sin hacer nada.

Y a los que en el fondo trabajaron sólo una hora, pero que hicieron cuanto el amo les estuvo pidiendo, justamente a éstos el amo se dirige primero, los trata de primeros, se entrega totalmente a ellos. Hacia ellos no manifiesta más que bondad, así como hacia Él estos trabajadores tuvieron la amabilidad de trabajar un poco sin pretender nada a cambio. No pretendieron nada y todo lo recibieron.

Es lo que nos enseña la parábola, a vivir nuestra relación con Dios en la verdad, como relación de amor. Sabemos que el servicio que le prestamos al Señor es sólo un pequeño juego. ¿Qué pensáis? Trabajar por diez minutos ¿no es un juego? No le demos importancia a nuestro trabajo. Los que trabajaron todo el día se creen mucho: «¿Cómo así? ¿Tratas a los que vinieron la última hora como a los que hemos aguantado el peso de la jornada y del calor?». Se creían. Pero ¿qué queréis que sea nuestra vida frente al Señor, aunque trabajamos? No es más que un pequeño juego. Nuestro trabajo es una cosa de nada, pero ¡hagámoslo con gusto, ya que Él nos lo pide! Y, en cambio, Él nos dona amor. No hemos hecho nada y todo lo recibimos […]. El santo siente siempre que todo lo que dona es un juego pequeño, una piedrecita que el niño regala al papá o a la mamá, nada más. Es nada y, justamente por ser nada, Dios te recompensa con amor inmenso, con amor infinito […].

Así es Dios para con el hombre, mis queridos hermanos. Nuestra relación con Dios se basa en el amor, en la pura misericordia. La debemos vivir como niños con nuestro Padre celestial, niños que saben lo nada que es lo que ofrecen, pero que también saben que todo pueden recibirlo a cambio de su pequeño regalo. Porque la medida del premio no es el precio de lo que donas, sino la grandeza del amor de Aquel que responde a tu pequeño gesto.

Es esto, mis queridos hermanos, lo que nos enseña la parábola. ¿No os parece algo grande? Y otra cosa grande de la parábola es la siguiente: en el fondo, nadie queda sin trabajar. Tarde o temprano, todos hemos sido contratados, llamados a horas diferentes a un trabajo más o menos fatigante, que realizamos con más o menos amor. Sin embargo, todos trabajamos. Y Dios nos dona a todos la recompensa, un premio al final de la jornada. Todos somos distintos y con distinto espíritu trabajamos, pero todos estamos trabajando y trabajamos para Él.

Es lindo sentir esto, para no oponernos los unos a los otros, como al contrario lo hacen los trabajadores de la viña. No, mis queridos hijos […], ¡qué felicidad mañana estar los unos al lado de los otros, recibiendo el premio juntamente con algún hereje o comunista que, aun sin saberlo, había trabajado para Dios. Y no pretendió nada por su trabajo, porque ni siquiera sabía que habría un amo que recompensaría el trabajo.