Probablemente la décima Exclamación de santa Teresa es la más bella de todas, la más viva de sentimiento, de drama. La oración está estructurada en tres párrafos de la misma medida y en una sabia contraposición continua entre los pecadores y Dios, entre Dios y los pecadores. Teresa, en la mitad, es solidaria con los unos y con el Otro; se siente partidaria de Dios y, al mismo tiempo, pecadora. Se convierte verdaderamente en la que une los dos extremos: la santidad divina y el pecado del mundo […].
Primero que todo, veamos a Dios como uno de los “personajes” del drama. ¿Quién es Dios según Teresa? Los nombres que le da no son atributos impersonales jamás o muy de vez en cuando […]. Primero lo llama «¡Dios de mi alma!» y más adelante «Amigo sincero». Con este nombre va más allá, porque Dios ciertamente es el nombre que transciende todo nombre, pero, cuando llama «Amigo» al que acaba de llamar «Dios», quiere decir que toda la Divinidad se ofrece en comunión de amor al alma esposa. Es justamente por esta amistad como Teresa puede dirigirle a Dios una oración verdaderamente extraordinaria, la oración de todos los grandes amigos de Dios. Ella pide que, por medio de su oración, los pecadores se salven, aunque no quieran; se ofrece no por los que no tienen quien interceda por ellos, sino por los que ni siquiera desean esta intercesión. Su amor debe vencer la obstinación del mal […].
A este Dios, al cual Teresa está íntimamente unida, ella dirige su oración, en la que pide la salvación universal. En un primer momento, parece que se pone al lado de Dios contra los pecadores, pero después prevalece la piedad. Mientras al comienzo ve a su Dios herido, matado entre horribles dolores, después ve a los pecadores difuntos, condenados a un castigo eterno. Pasa, entonces, de la visión de Dios, con el cual se hace solidaria en el sentimiento de la pena por la ofensa recibida, a una pena, aún más grave, por los pecadores que han ocasionado estas heridas, que han matado a su Dios.
Teresa está unida contemporáneamente a Dios y, a pesar de todo, a los pecadores. Su unión con Dios no la separa de ningún pecador. Este es el drama del cristiano en esta tierra; en virtud de nuestra unión con Dios, debemos sentirnos solidarios con el pecado del mundo. Cuanto más nos unamos a Dios, más nos convertimos, como Cristo, en el Cordero que carga con el pecado del mundo. Teresa no defiende a los pecadores, sino que quiere que aquel Dios, a quien ofendieron y crucificaron, done ahora su salvación a ellos […].
Teresa así se convierte en corredentora: está consciente de sus pecados pasados que la hacen aún más solidaria con este mundo de pecado. Y no puede hacer menos que pedir que cesen «con los míos» también los pecados de todos. Pero, como sus pecados ya desaparecieron, inmediatamente se pone en la condición de quien fue una pecadora. Así como por las oraciones de Marta y de María Magdalena (probablemente piensa en Magdalena como en el modelo del alma contemplativa) Jesús resucitó a Lázaro, así Teresa, pecadora perdonada, ahora con su oración y sus lágrimas pide la resurrección de estos muertos. Y dice: «No os pidió Lázaro que le resucitaseis. Por una mujer pecadora lo hicisteis; veisla aquí, Dios mío, y muy mayor; resplandezca vuestra misericordia».
En el tercer párrafo ya no es ella la que ora, sino el Hijo de Dios en ella. El Juez es aquel que es infinita misericordia: «Mirad, mirad, que os ruega ahora el Juez que os ha de condenar». Notemos estas palabras de grandísimo valor: es Dios quien les ruega a los hombres, quien se dirige a ellos para que acojan su amor; Dios quiere ser escuchado, implora a los hombres para que le den un puesto en su corazón. No es el pecador el que quiere apartar su pena, que no quiere precipitar en el infierno, sino que es Dios quien no aguanta que un hijo suyo, aunque pecador, se pueda perder. «El Juez que os ha de condenar». Ha de condenar, porque no os puede salvar, si no queréis.
Al final de la oración verdaderamente es la misericordia la que triunfa; no hay otra justicia que la de la misericordia: aquí se funden la justicia y la misericordia. En esta oración, la Santa mantiene una unión profunda, viva y dramática, ya sea con Dios ya sea con los pecadores, y esta unión la crucifica. Esta es la verdadera crucifixión: extenderse entre los dos extremos, deber abrazar al mismo tiempo el pecado del mundo y la misma santidad de Dios, el abismo del mal humano y el abismo de la infinita misericordia. Los dos brazos se extienden para alcanzar estos dos extremos infinitamente lejanos. Teresa se convierte, al final, en la misma mediación de Cristo que extiende sus brazos.
Del Libro Chiedere Dio a Dio, 1988 (comentario a las Exclamaciones de Santa Teresa de Ávila)
X exclamación:
¡Oh Dios de mi alma, qué prisa nos damos a ofenderos y cómo os la dais Vos mayor a perdonarnos! ¿Qué causa hay, Señor, para tan desatinado atrevimiento? ¿Si es el haber ya entendido vuestra gran misericordia y olvidarnos de que es justa vuestra justicia?
Cercándome los dolores de la muerte (1). ¡Oh, oh, oh, qué grave cosa es el pecado, que bastó para matar a Dios con tantos dolores! ¡Y cuán cercado estáis, mi Dios, de ellos! ¿Adónde podéis ir que no os atormenten? De todas partes os dan heridas los mortales.
- ¡Oh cristianos!, tiempo es de defender a vuestro Rey y de acompañarle en tan gran soledad; que son muy pocos los vasallos que le han quedado y mucha la multitud que acompaña a Lucifer. Y lo que peor es, que se muestran amigos en lo público y véndenle en lo secreto; casi no halla de quién se fiar. ¡Oh amigo verdadero, qué mal os paga el que os es traidor! ¡Oh cristianos verdaderos!, ayudad a llorar a vuestro Dios, que no es por solo Lázaro aquellas piadosas lágrimas (2), sino por los que no habían de querer resucitar, aunque Su Majestad los diese voces. ¡Oh bien mío, qué presentes teníais las culpas que he cometido contra Vos! Sean ya acabadas, Señor, sean acabadas, y las de todos. Resucitad a estos muertos; sean vuestras voces, Señor, tan poderosas que, aunque no os pidan la vida, se la deis para que después, Dios mío, salgan de la profundidad de sus deleites.
- No os pidió Lázaro que le resucitaseis. Por una mujer pecadora lo hicisteis; veis la aquí, Dios mío, y muy mayor; resplandezca vuestra misericordia. Yo, aunque miserable, lo pido por las que no os lo quieren pedir. Ya sabéis, Rey mío, lo que me atormenta verlos tan olvidados de los grandes tormentos que han de padecer para sin fin, si no se tornan a Vos.
¡Oh, los que estáis mostrados a deleites y contentos y regalos y hacer siempre vuestra voluntad, habed lástima de vosotros! Acordaos que habéis de estar sujetos siempre, siempre, sin fin, a las furias infernales. Mirad, mirad, que os ruega ahora el Juez que os ha de condenar, y que no tenéis un solo momento segura la vida; ¿por qué no queréis vivir para siempre? ¡Oh dureza de corazones humanos! Ablándelos vuestra inmensa piedad mi Dios.
NOTAS (X)
1 Salmo 17, 5-6.
2 Jn 11, 35 y 43.