El Testamento

El que verdaderamente cree vive más allá de la muerte

¡Tened confianza! La muerte no me da miedo, pues ya he vivido un anticipo de mi comunión con Él a través de aquellos a quienes he amado. ¡Tened confianza! Dios no os faltará. No os preocupéis porque seáis pocos; lo importante es que estéis unidos. Recordad que la vida religiosa es un compromiso de fe en Dios que está presente y que es el Amor infinito. Pero, justamente por esto, Él no nos puede dar prueba de lo infinito que es su amor mientras vivamos en el cuerpo. Los consuelos que Dios nos da en este mundo no son sino una ayuda para que vivamos en la fe la adhesión a su voluntad. Por esto os pido esta fe, una fe sencilla, pura, pero grande. Dios no os faltará. Os entregasteis a Él y Él os acogió: le pertenecéis para siempre. Es algo muy secundario que la barrera del cuerpo nos impida vivir juntos. La unión con Él no se realiza en la experiencia sensible, sino en Cristo quien nos unió a Sí mismo y quiso hacer de nosotros un solo Cuerpo con Él. Amad a la Iglesia, el sacramento visible de la presencia de Dios aquí en esta tierra. Estad ciertos y seguros de vuestra vocación y defendedla. A todos – y especialmente a los de la vida común – quiero dirigir mi último saludo, mi agradecimiento más férvido, más vivo, mi promesa de no abandonar a ninguno. Os recomiendo que estéis unidos. No dudéis, no os disperséis, no os desalentéis. Dios os pide la fe y, cuanto más verdadera sea ésta, tanto más potente es. Acordaos de la semilla de mostaza. Debéis creer en Dios que os ha llamado. Yo os dejo aparentemente. En realidad, estoy con vosotros más que antes. Mas para vosotros debe ser cierta, antes que la presencia mía, la de Cristo, quien os ha llamado y os ha unido. Recordad que la consagración a Dios, la unión con Él, se vuelve real y segura sólo en la unión fraterna con aquellos que Dios une a nosotros en la misma vocación, en el mismo camino.Si os dispersáis, no sólo pecáis contra la unidad, sino que perdéis también al Señor o, por lo menos, comprometéis gravemente vuestra respuesta a Él. Nos lo enseña toda la tradición cristiana.

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No es a mí a quien os habéis entregado, sino a Dios, y Dios os ha acogido. Y ahora me dirijo a todos los que estáis en el mundo, en las primeras Ramas de la Comunidad. Se os impone a todos una certeza más grande de vuestra vocación y de la obra de Dios que habéis sido llamados a realizar en la unión entre vosotros. Recomiendo sobre todo a los que tenéis más años de consagración que seáis un ejemplo de vida, que permanezcáis firmes en la fe, seguros de que la Comunidad es una obra querida por Dios, obra que, sin embargo, a vosotros os toca realizar, con sencillez pero con perseverancia, con humildad pero con la convicción de responder a un llamamiento preciso del Señor. Os recomiendo la concordia entre vosotros y la obediencia a los superiores legítimos. Al dejar esta vida, me siento en deuda con innumerables almas que me ayudaron con su ejemplo y con su amor. Iluminaron mi senda, me sostuvieron con sus consejos, tuvieron paciencia conmigo. Dios me hizo conocer grandes almas, me vinculó a ellas con profunda amistad y veneración. Espero volver a encontrarlas a todas en el cielo, en donde la comunión del amor será perfecta y eterna. Estoy seguro de que la Virgen querrá recibirme como hijo suyo, junto con Aquel a quien traté de amar más que a todos, Jesús bendito. Ella saldrá a mi encuentro, ya habrá obtenido el perdón de todos mis pecados y de mis innumerables infidelidades. Pero con Jesús y la Virgen espero que saldrá a recibirme también la muchedumbre de almas a las que, en el tiempo, el Señor quiso unirme con un vínculo de paternidad y, a veces, de dependencia filial. Volveré a ver a mis hermanos de sangre, a papá, a mamá. Pero, claro, la unidad más verdadera, la más grande en el amor, mi unión con Cristo, será la unión con todos mis hijos. Sé que falté mucho para con ellos, pero al mismo tiempo sé que todo me ha sido perdonado. No recibí sino amor. Solamente Dios podría recompensar a cada uno por todo lo que me dio. ¡Cuántas grandes almas en la Comunidad a la cual Dios quiso que perteneciéramos! Almas sencillas, humildes, pero también almas grandes. Lo que he sido para ellas sólo Dios puede decirlo. De todos modos sé que debería haber sido, infinitamente más, una imagen viva de Aquel a quien representaba. ¡Qué inmensa comunión de amor será nuestra vida en el cielo! Pero ésta no me apartará de la que mantengo con quienes dejo en la tierra. Y la comunión será con el Padre, con el Hijo y con el Espíritu Santo: en el seno de la Trinidad Santísima, todos nosotros no seremos sino un único himno de alabanza, agradecimiento y amor. «Escucha, Israel: el Señor es nuestro Dios, el Señor es uno. Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas. Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Dt 6, 4-5; Lv 19, 18).

“El Padre