El cristianismo oriental es más ontológico y menos moral, menos jurídico que el cristianismo occidental. En Oriente, es impensable un lenguaje tan poco cristiano come el de nosotros los católicos a propósito del Sacramento de la Penitencia. Pensad un poco: la absolución, la acusación, el tribunal de la penitencia… ¿Qué son esos términos? ¿No os parece que se debe tomar una escoba y barrer de la Santa Iglesia de Dios ese lenguaje tan poco cristiano? La absolución la dan en un proceso judicial; lo mismo, la acusación; y luego, ¡nada más y nada menos que el tribunal! Es un lenguaje que no es evangélico. El Sacramento de la Penitencia es el don de la misericordia: confesaste tu pecado y Dios te perdonó, ¡te lo borró todo! ¿Qué absolución quieres dar, si basta que confieses tus pecados, si Dios los olvida todos y te dona su amor? En el cristianismo oriental este lenguaje jurídico no existe.
Miren que la misma crisis del Sacramento de la Penitencia en Occidente, quizás también haya sido provocada por una mayor influencia del Oriente. No es que podamos prescindir de este Sacramento, pero pienso que se debería administrar de un modo diferente. En Oriente, las personas se presentan ante el sacerdote, en el centro de la iglesia, y dicen: «Padre, he pecado contra el cielo y contra ti» (las palabras del hijo pródigo) y el padre abraza al penitente. Si pensamos en cómo se considera el Sacramento de la Penitencia en el Concilio de Trento, quedamos pasmados: ¡hay que confesar número, género y especie de cada pecado! ¿Qué saben de eso los que vienen a confesarse? ¿Cómo quieren que los que, quizás, desde hace treinta años no se confiesan recuerden todas las veces que pudieron haber pecado? ¿Es posible, entonces, que no se pueda dar el perdón a quien no pueda acusarse como quisiera el Concilio de Trento? Entendámonos: No nos podemos desviar, estamos vinculados por lo que la Iglesia quiere de nosotros, pero nos damos cuenta de que el modo de ejercer este ministerio del perdón, de la reconciliación con Dios, ha llegado a ser extremamente difícil.
Y no sólo eso, sino que puede provocar también actitudes psicológicas no justas, tantas veces hasta morbosas. Por ejemplo, recuerdo que, cuando estaba en el Convento de la Calza, llegó una viejita forastera, se confesó y me dijo: «Padre, tengo otro pecado, pero me da vergüenza decirlo». «Pero, ¡ánimo!». ¡Después de veinte minutos de estar luchando para que ella hablara, me dijo que le había caído una gota de la nariz en la sopa y, como era viernes ese día, había infringido el precepto de la Iglesia comiendo carne. ¡Mirad que no son cuentos! Se puede llegar a estas cosas, con lo que la Iglesia nos ha enseñado.
Abrámonos a Dios, que es infinita misericordia, y aceptemos ser amados por nada! Debemos tener una relación más verdadera con el Señor, que no es juez. ¿Quién dijo que es juez? En el Evangelio sí existe también el juicio, pero diferido para los últimos tiempos. En este mundo Dios no juzga, perdona solamente. El juicio viene después de la muerte, no antes de ella. Antes de la muerte existe sólo el perdón, si te diriges a Él. Basta que te abras y aceptes su amor.
Son involuciones que se derivan de cierta visión de la Confesión. De hecho, si creemos de verdad en el amor de Dios y si lo confesamos por lo menos una vez, ¿pensamos, tal vez, que Dios está allí apuntándonos con el fusil, para hacernos morir justamente cuando estamos en pecado, para mandarnos al infierno? ¿Acaso goza de nuestra condena? ¿Acaso goza de vernos separados de Él, de tal modo que vivamos sólo la muerte? ¡Tengamos una visión más plena y verdadera de Dios, que es infinita misericordia! Los que lo buscamos, que realmente con sinceridad quisiéramos ser suyos, pensamos verdaderamente que nuestra salvación está tan en peligro? Entonces, ¿qué será de este mundo que ya no conoce a Dios, que vive de veras en el mal? Si es cierto que los que lo buscan, los que quieren amarlo, están siempre en peligro de caer al infierno, entonces, debemos decir que no hay ninguna esperanza para nadie, porque si pensamos en la inmoralidad que se propaga, en esta incredulidad que aumenta cada día, quedamos turbados.
Reunión del 7 de febrero de 1988 en Florencia