Reunión en Florencia del 1ro de julio de 1984

En el Evangelio, cuando el escriba se dirige al Maestro y le pregunta cuál es el más grande mandamiento de la ley (ver Mt 22,3), Jesús responde con las palabras del Deuteronomio: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas» (Dt 6,4-9), añadiendo en seguida el precepto del amor al prójimo que también se encuentra en la antigua ley y precisamente en el libro del Levítico (19,18).

¿Por qué en el Evangelio que leímos hoy (Mt 10,37-42) este mandamiento se transforma? De hecho, en las palabras del Deuteronomio debían crear una relación de absoluta dependencia, de absoluta dedicación a Dios en cuanto Dios. En este Evangelio, Jesús sustituye a Dios consigo mismo. Bueno, cuando Jesús habla de Dios, quiere hablar del Padre. ¡Por qué en este Evangelio exige el amor a Él mismo? ¿Y qué amor exige? Es evidente que, cuando se le pregunta cuál es el mandamiento por excelencia, Jesús responde conforme a la palabra de Dios en la antigua alianza: eran hebreos y debían saber que toda la ley se resumía en este precepto del Deuteronomio. Los remite, entonces, a lo que ya sabían, pero que nunca habían puesto en práctica. ¿Por qué, en cambio, aquí Jesús sustituye el amor a Dios con el amor a Él mismo? […].

«Quien ama a su padre y a su madre más que a Mí no es digno de Mí. Quien ama al hijo o a la hija más que a Mí no es digno de Mí» (Mt 10,37). Dos son los temas y ambos grandes. Se podría decir que el tema es único, pero es mejor distinguir. Primero, el amor a Dios lo podemos concebir de dos formas: o amor físico, como enseña santo Tomás de Aquino, o amor extático, como enseña san Bernardo. Respecto al amor físico, san Basilio, en sus Reglas más amplias, nos dice que el amor a Dios es un amor natural, pues no se puede no amar a Dios. El amor a Dios es un hecho del corazón humano, el más espontáneo, el más sencillo, porque el corazón humano está hecho para la verdad, para la belleza, para la bondad, para la alegría, y Dios es todo esto. En otras palabras, el hombre es hecho para encontrar en Dios su finalidad; por lo tanto, la misma naturaleza lo empuja, o estimula en este camino, en esta relación que debe unir al hombre con Dios. Bueno, pero ¿es este amor el más perfecto? No, este es un amor de concupiscencia. Será un gran amor este también, porque es el amor por el cual el alma encuentra en Dios su perfección y su felicidad… pero el alma ¿ama a Dios o se ama a sí misma, al amar a Dios por ser Él su felicidad, al amar a Dios por ser Él la hermosura a la cual el alma aspira, al amar a Dios por ser Él la bondad que el alma quiere?

Es un hecho muy importante, éste. En el catolicismo, durante siglos y siglos, los más grandes maestros de espiritualidad y los más grandes místicos han luchado entre ellos justamente sobre el tema del amor puro. El amor puro es un amor que no se mira a sí mismo. Es amar a Dios porque es Dios. El amor a Dios porque es Dios implica que el hombre salga de sí mismo y no quiera atraer a Dios a sí mismo como bien propio, ni buscar en Dios la felicidad y la perfección propia, sino que, en el total olvido de sí mismo, se orienta hacia Él. A diferencia de santo Tomás de Aquino, san Bernardo enseña que el amor a Dios es un amor extático. Antes que él, también Dionisio el Areopagita afirmó que Dios, amando, sale de Sí mismo y, de hecho, se hace hombre; del mismo modo, también el hombre, amando a Dios, sale de sí mismo, se olvida a sí mismo y no quiere sino a Dios.

En un soneto famoso, atribuido a san Francisco Xavier, se dice:

«No me mueve, mi Dios, para quererte
el cielo que me tienes prometido,
ni me mueve el infierno tan temido
para dejar por eso de ofenderte.
Tú me mueves, Señor, muéveme el verte
clavado en una cruz y escarnecido,
muéveme ver tu cuerpo tan herido,
muévenme tus afrentas y tu muerte.
Muéveme, en fin, tu amor, y en tal manera,
que, aunque no hubiera cielo, yo te amara,
y aunque no hubiera infierno, te temiera.
No me tienes que dar porque te quiera,
pues, aunque lo que espero no esperara,
lo mismo que te quiero te quisiera.

Entonces, durante muchos siglos, en la espiritualidad cristiana estuvo presente este problema o, mejor dicho, este mandamiento del amor puro que no se entendía qué fuera ni cómo lo debería vivr el alma. Sin embargo, sigue siendo verdad que el amor puro es el amor extático, un amor por el cual el hombre sale de sí mismo, no trae a Dios hacia sí, sino que se orienta hacia Él y muere por Él, es decir, olvida a sí mismo, no quiere a sí mismo, sino sólo a Dios.

Entonces, el amor en el cristianismo no puede ser solamente el del Antiguo Testamento, porque en el Antiguo Testamento nunca se halla un amor puro. En el Antiguo Testamento, el texto más hermoso que expresa el amor es el versículo 28 del Salmo 72: «Mi bien es estar junto a Dios», pero es ¡mi bien! El amor en el Antiguo Testamento es siempre un amor de deseo, es el eros, el tender toda el alma hacia Dios por ser Dios su suprema felicidad. Siempre es eros el amor a Dios en el Antiguo Testamento. En el Nuevo es agape, un amor que exige arrancarse de las propias raíces, del propio egoísmo, no quererse a sí mismo, no pensar ya en sí, sino querer que Dios sea Dios.