Verso la visione (Ed. Paccagnella, 1999), pp. 113-117
Poco a poco debemos volver a poner a servicio del amor todas nuestras potencias, a someterlas a la fuerza de un amor que nos permita llegar a Dios, transformarnos en Él para poder verlo. No nos reservemos nada en este entregarnos al poder de la caridad.
Pero es esta la cosa que más le cuesta a nuestra naturaleza, porque para someter a la caridad toda nuestra vida interior, con sus imperfecciones, sus faltas, debemos aceptar libremente en juicio divino, juicio experimentado y vivido en nuestra cotidianidad. ¿Por qué nos distraemos? Porque no toleramos esta condena. Pero el amor nos condena para salvarnos. La condenación de Dios, mientras vivamos en este mundo, es en vista de nuestra salvación.
Dios, para salvarnos, nos debe condenar. El primer acto con el que Dios nos salva es con el que nos juzga y nos condena. En la medida en que aceptemos este juicio, esta condenación divina, es como, renegando de nosotros mismos, nos unimos a Dios, como dice san Agustín. Para que se realice nuestra purificación, se precisa, primero que todo, que suframos esta condenación por parte del amor.
De hecho, nuestra purificación implica la experiencia de una condena y de una pena. No puedes acoger el amor, si no te dejas quemar, consumir por el fuego. La gran parte de la vida interior de un alma, mientras no llegue al umbral de la contemplación infusa y más profundamente aún entonces, porque el fuego del amor alcanza la íntima raíz del ser, es justamente la experiencia de un fuego que te quema, la experiencia de una espada que te penetra y te corta. Entonces, la vida del cristiano es, en gran parte, la aceptación amorosa de un juicio divino. Quedar en la presencia de Dios quiere decir soportar pacientemente una luz que ofende nuestros ojos demasiado débiles y nos ciega, soportar un fuego que nos quema. Estaríamos bien felices de poseer la gracia, pero queremos que se nos perdone su intervención sobre nuestro ser para transformarnos en Dios.
¿Por qué? Justamente porque no aguantamos este ardor, esta pena, esta luz que nos deslumbra.
Los antiguos Padres hablan de la vigilancia. Consiste en mantenernos firmes en la luz e Dios para soportar en todo instante su juicio que nos condena. La vigilancia está orientada hacia este juicio. Prácticamente en la vigilancia de la cual hablan los Padres se realiza el juicio divino. No sustraer nada de este fuego, no defender nada nuestro. Es decir: reconducirlo siempre todo a aquel centro en donde habita Dios, estar en su presencia, llevarlo todo bajo su luz, para que la luz todo lo ilumine y para que todo sea tirado al fuego de su santidad a fin de que este fuego todo lo queme y lo consuma. Ningún apego interior o exterior, ninguna aspiración pensamiento, nada se debe salvar. ¡Que Dios lo juzgue todo! Si no tienes el valor de renunciar de inmediato a tus imperfecciones, que al menos te desplazca conservarlas.
El amor puro es solamente de los santos. El alma que no sea santa, en la medida en que no lo sea y en la medida en que se entregue al amor, no puede querer menos que su purificación […].
El amor divino te condena para salvarte, debe despedazarte para poder volver a componerte, debe quemarte para que puedas resucitar. Y tú debes sufrir este fuego, debes aceptar en esta presencia el peso de una condena que te parte y te destruye. Se trata de la purificación de los pecados e imperfecciones voluntarios, propia de los principiantes. Cuando el amor divino no encontrase ya en nosotros imperfecciones voluntarias que quemar, habría de consumir la multiplicidad de los afectos y de los pensamientos, los modos humanos, pues la pureza del corazón exige la reducción a la unidad.
El gran combate de los monjes es la lucha contra los pensamientos. No sólo contra los pensamientos malos, sino contra todo pensamiento, para que al alma toda se recoja en una atención al Señor, humilde y pura. El hombre debe reducir a la unidad toda su vida: debe permanecer en el vacío de todo, fijo, inmóvil en Dios, en el sentimiento confuso de su presencia, en la atención a Él quien es silencio. El contenido de la vida del alma es esta adhesión a Dios en la fe pura. Por eso el alma debe despreciar toda visión, todo éxtasis, ir más allá, porque Dios no se asemeja a ningún pensamiento tuyo, no se identifica con ningún sentimiento.