Del Comentario a la primera carta de san Pedro

La vida de los cristianos es una vida que se deriva de una sola fuente, de un solo principio “casi formal”, esto es el Espíritu Santo, el cual, viviendo en todos nosotros, debe poner en cada día más evidencia la unidad ontológica propia de nuestro ser. El Espíritu Santo no solamente unifica las potencias del hombre y une a los hombres entre ellos en una Iglesia única, cuerpo de Cristo, sino que esta unidad, que es de toda la Iglesia, debe manifestarse en una actividad propia. Si el Espíritu Santo ha creado la comunidad cristiana, la comunidad cristiana debe ahora manifestar esta unidad.

¿Cómo? En el amor, en un amor fraterno que dona a todos los mismos sentimientos, los mismos pensamientos; un amor fraterno que hace que el amor del uno anticipe la necesidad del otro, sea un amor preveniente, un amor por el cual cada uno está al servicio del otro; un amor recíproco que se traduce en humildad, en beniginidad, en paciencia; un amor que nunca oprime, que nunca posee, que al contrario se dona. Cuando el don es recíproco, se realiza la unidad verdaderamente; porque, si donara solamente sin recibir, me perdería a mí mismo. Es cierto que, al donar sin recibir nada, siempre recibimos a Dios, pero, si jamás recibo nada de la comunidad, no se crea verdadera unidad entre los hermanos, que sólo se realiza en la medida en que sea recíproco el amor. Yo me dono y el otro igualmente se dona; yo vivo en el otro y el otro en mí. Pero todo esto se cumple a una condición: que nuestro amor, como el amor de Cristo, se encarne en la obediencia, en la humildad, en la paciencia, que son el verdadero rostro del amor cristiano.

Es por eso porque en el capítulo XIII de la primera carta a los corintios Pablo dice que la caridad es bondadosa, es generosa, es paciente, todo lo aguanta, todo lo espera; es una caridad que nunca se deja vencer de ninguna cosa, porque nada aguarda en cambio, porque nunca es respuesta al amor del otro. Si fuera respuesta al amor del otro, se mediría sobre el amor del otro y el valor del otro. En cambio, recibe su medida de Dios, quien vive en ti, de la posibilidad que le das a Dios de vivir en ti.

Amor paciente, bondadoso, generoso, humilde – según dice san Pedro –, un amor que no responde a la afrenta con una afrenta, porque tampoco responde a la bendición con una bendición, porque previene y por eso siempre es un amor gratuito. No amo porque el otro me ama; amo porque amor como Dios. Y justamente porque no espero nada, nunca puede menguar mi amor al otro ni puede haber una reacción contraria al amor, por si acaso recibo afrenta por parte del otro. Así como el amor de Dios es una pura efusión de luz sin fin hacia todos, así estamos llamados a ser lo mismo, a vivir la heredad de los santos y la heredad de los santos es Dios mismo. Dios que vive en tu corazón, Dios que no es otra cosa sino el amor […].

Esta vida compuesta en unidad y paz es una vida en que está presente Dios mismo. Los ojos de Dios, pues, descansan sobre el justo y Él escucha su oración. La vida del hombre ya no es una simple vida humana; es el signo, el sacramento de la presencia de Cristo entre los hombres, porque donde reina el amor, allá se establece la paz, allá Dios está presente: Donde haya caridad y amor, allá está Dios. La enseñanza suprema de esta catequesis parece ser justamente esta: una vida de paz, de serenidad, de benevolencia ya es sacramento de la divina presencia. Los cristianos, ya en esta vida, realizan y ofrecen a los demás el testimonio de la presencia de Dios y viven en esta presencia la alegría de la intimidad divina, la alegría de una comunión que excede el tiempo y las cosas. Más aún: en esta comunión con los hombres, el cristiano comparte ya con el Absoluto, comparte con Dios.