Reunión en Florencia del 6 de febrero de 1966

Esta mañana me decía: «El ateísmo moderno ¿qué es? ¿No es tal vez una condena a la Iglesia, a nosotros los cristianos? El ateísmo moderno ¿no es tal vez, al menos en parte, el testimonio religioso de la presente generación más valioso? […] Estas almas buscan y el hecho de que buscan es importante. Quiere decir que en ellas ciertamente Dios actúa. Un alma no puede buscar, si Dios mismo no la solicita. Probablemente somos nosotros los que ya no estamos buscando, los que ya somos extraños a Dios. Lo de no buscar puede significar solamente una cosa para unos cristianos: que ya hemos encontrado. Pero lo de haber encontrado, en el plano psicológico, en el plano moral, en el plano de la salvación, quiere decir para esos cristianos que ya son santos. Si en nuestra vida no hay cierto drama interior, si no hay cierto deseo de pureza, si no se quiere de alguna manera una extrema sinceridad, quiere decir que somos todos hipócritas, quiere decir que somos todos unas máscaras que esconden a Dios, quiere decir que, muy a menudo, nos convertimos en el principal obstáculo entre las almas que sinceramente buscan y Dios mismo […].

Mis queridos hijitos: Estas palabras ¿qué quieren decir? Que debemos ser sinceros y también que quizá deberíamos escuchar más a los hombres de hoy. Ciertamente podríamos aprender algo de lo que ellos nos dicen, pero también debemos estar alerta, pues es extremadamente peligrosa para nosotros la fascinación de su búsqueda, porque podríamos terminar prescindiendo de la verdad que de todas maneras poseemos, aunque tenemos que revisar constantemente el testimonio que de la verdad da nuestra vida.

Seguramente es peligroso escucharlos, pero es también muy necesario. Con otras palabras, el peligro, el riesgo no nos dispensa. La vida del hombre es de por sí un riesgo, un peligro. Si evito el riesgo, si evito el peligro, duermo y dejo de vivir. Vivir quiere decir ciertamente afrontar el peligro de un diálogo, según pide el Sumo Pontífice. Ahora entiendo la grandeza de su encíclica Ecclésiam súam con la cual Pablo VI quiso presentar como el programa de su pontificado: el diálogo. Programa de un pontificado que quiere ser apertura de la Iglesia hacia el mundo en un verdadero diálogo. Diálogo del católico no sólo con otros cristianos no católicos, sino también del católico con los ateos, con los comunistas, con todos los hombres, porque, en la medida en que los hombres viven, siempre tiene algo para darte.

Ahora entiendo que no la Iglesia Cuerpo místico de Cristo, sino la cristiandad – es decir la Iglesia que somos nosotros – vive sólo si nos mantenemos abiertos a un diálogo verdadero con todas las almas vivas, aunque blasfeman, porque muy a menudo la blasfemia puede ser un testimonio de Dios, como lo es el libro de Job en el Antiguo Testamento. El libro de Job ¿no es una continua rebelión contra Dios? Sin embargo, sigue siendo uno de los libros inspirados. Muy a menudo, en cambio, nuestros libritos de piedad – que seguramente no expresan ninguna rebelión contra Dios – son un obstáculo que esconde la grandeza divina, son solamente pequeños somníferos para almas piadosas. Y las almas piadosas son las viejas señoras que, pobrecitas, ya no saben hacer más que dormir y pasar de la cama al sillón. Probablemente somos así…

Ahora, un alma viva sabe afrontar la tempestad y el huracán. Y el cristiano debe afrontar el huracán y la tempestad así como los afrontó Jesús, que es verdaderamente nuestro Maestro. Él vivió en diálogo con el mundo en el cual estaba. Del mismo modo debemos vivir un diálogo abierto y vivo con los hombres de hoy.