De la homilía dictada en Casa San Sergio el 6 de agosto de 1984
[…] Esta mañana hablaba de la importancia que la memoria tiene en la vida cristiana. San Basilio Magno, quien, en el fondo, es el doctor de la vida contemplativa en el cristianismo oriental, el maestro del monacato oriental, amaba hablar del “recuerdo de Dios”. El recuerdo de Dios es precisamente este lento quedar invadidos por la presencia de Dios en nosotros, de manera que llegamos a tener conciencia de esta presencia en nuestra vida. Es menester que cada día más, aun lentamente, esta invasión de luz penetre en nosotros y nos transforme, que hagade toda nuestra vida una adhesión pura a la luz divina. No se trata de hacer grandes cosas, al contrario, la vida contemplativa simplifica. Si ahora decís muchas oraciones, diréis menos, pero diréis una oración que abarca toda la vida y que es, como decía san Gregorio de Nisa, el “sentimiento de Dios”; de Dios como presencia que nos invade en lo íntimo, que nos hace sentir poseídos por Él. Sentimos que su presencia nos transforma, nos convertimos en como instrumento de su acción. Poseídos por el Señor, sentimos que Él vive a través de nuestras potencias, piensa con nuestra inteligencia, ama con nuestro corazón, actúa con nuestras manos.
Mientras no vivamos esto, no podemos decir que vivimos nuestra vocación en la Comunidad. Es necesario que de verdad el Señor nos arranque de nosotros mismos y que Él solo viva en nosotros. Somos un solo cuerpo con Él y, si somos un solo cuerpo con Él, es Él quien debe vivir en nosotros. Las palabras de san Pablo deberían ser verdad para todo cristiano, pero deben serlo en sentido absoluto para nosotros, si no queremos ser mentira: «Vivo yo, pero ya no soy yo el que vivo, sino que es Cristo el que vive en mí» (Ga 2,20).
[…] ¿Qué podemos decir de nuestra vida? ¡Que jugamos y nada más! Recibimos al Señor todos los días y ¡todavía el Señor no nos ha transformado en Él mismo! ¡Oh!, sé bien que somos pobres creaturas, míseras creaturas, pero también sé cuánto este fracaso depende de nosotros, de nuestro poco empeño, de nuestra escasa voluntad y, sobre todo, de nuestro orgullo: creemos que lo hemos hecho todo y, en cambio, todavía hemos de emprender la vida cristiana. Mejores que nosotros son los públicos pecadores, ¿no lo creéis? ¡Yo sí lo creo! ¡Se puede aceptar que podamos hablar de estas cosas y que todavía estemos tan lejos de cumplirlas? Todos los días hablamos de ellas y, sin embargo, vivimos una vida distraída, disipada, superficial; todavía estamos llenos de nosotros mismos, de amor propio; todavía no sabemos liberarnos de nuestra susceptibilidad. ¿Es posible? Es cierto que Él se dona a nosotros, pero nosotros no nos donamos a Él […].
Se impone una única cosa, como decía el card. Mercier y, antes que él, Lallemant: la docilidad al Espíritu Santo. Se trata sólo de esta docilidad, de arrancarnos de nuestro egoísmo, de dejarnos poseer por Dios en humildad y sencillez, en una gran paz interior. Así nuestra vida conocería la alegría. Porque lo veis, mis queridos hermanos, tiene la razón el p. Lallemant, al decir que, por miedo a ser felices, escogemos ser infelices toda la vida. Esto es, tenemos miedo a donarnos a Dios. Sentimos algún desconcierto, pues queremos mantener el timón en nuestras manos, queremos ser nosotros los que guiamos nuestro camino y, por eso, no nos donamos a Dios y permanecemos infelices […].
Mis queridos hermanos, no nos desanimemos. ¿Qué pedimos todos los días con la oración de san Efrén? «Líbranos del espíritu de ociosidad, del desaliento». Es lo segundo que pedimos. Primero, la ociosidad, porque debemos empeñarnos, no debemos jugar, no debemos dormir. Corren los años y debemos trabajar en serio no sólo para escuchar a Dios, sino también para abandonarnos en Él. Segundo, el desaliento. Dios es omnipotencia. ¿Perdimos todos estos años? ¡Ánimo! ¡Aun en menos de cuatro años Él nos puede hacer santos!
[…] Celebramos hoy la fiesta de la Transfiguración de Cristo. Nosotros debemos transfigurarnos. Como ya os he dicho, nuestra transformación acontece, primero que todo, en lo más íntimo de nuestro ser y de ello no podemos tener ninguna experiencia. Ya se realiza en el Bautismo, por el hecho de que el Bautismo nos inserta en el cuerpo de Cristo. Pero, luego, la acción de la gracia invade las potencias espirituales: el intelecto y la voluntad. Por eso, lo primero que se nos exige después de esta transfiguración realizada por los Sacramentos divinos (especialmente por los que imprimen en nosotros un carácter) es el conocimiento de Dios, conocimiento que no es pura abstracción, sino tener conciencia de Dios. Así como somos conscientes de nosotros mismos, así debemos ser conscientes de que Dios nos invade, de que Dios nos posee, de que Dios está en nosotros. Sentirnos no como el copón que contiene el Cuerpo de Cristo, sino como almas vivientes que saben que estamos penetrados, colmados de Él.
Verdaderamente somos la morada de Dios, el lugar de Dios. Debemos sentirlo. Nada hay más sagrado, para nosotros, que nosotros mismos. Tampoco el paraíso es más sagrado que yo, porque en el paraíso Dios será para los demás, pero Dios es para mí porque está en mi corazón. Debo descender en mi íntimo, para tomar conciencia de esta presencia de Dios en mí, para dejar que Dios totalmente me colme con su presencia y que no haya vacío en mí que no se llene de Él.
Sentir en nosotros esta presencia de Dios, presencia de Cristo. He aquí lo primero que tenemos que realizar. Y de aquí nace la vida de contemplación, de aquí, la vida de oración, porque no es posible que se viva una oración continua sin tener este sentimiento de Dios que lentamente penetra toda nuestra vida y la colma de Sí.