Ejercicios espirituales del Monte Alvernia, 3 a 10 de agosto de 1980
En este mundo vivimos una vida de alienación: no sólo las cosas no las tenemos presentes, sino que tampoco entre nosotros nos tenemos presentes. Mejor dicho, ni siquiera estamos presentes a nosotros mismos […]. Somos misterio a nuestros mismos ojos, no nos conocemos, no nos poseemos. En este mundo ninguna presencia es posible: toda nuestra vida es alienación […].
Y tened por cierto que experimentamos más la lejanía cuanto más amamos, porque cuanto más se ame, tanto más sentimos esta incomunicabilidad, porque en el amor desearíamos vivir una participación plena, desearíamos vivir en el otro y totalmente para el otro. Pero el otro ¿quién es? ¿Quién es para mí mi hermano? ¿Quién es para mí mi hijo? ¿Quién está ante mí?
¡Algo terrible, la presencia! Lo veis: puede morir una persona, pero otra se queda. ¿Cómo nos conocemos? ¿Qué es uno según el otro?
En cambio, en la Trinidad, si el Hijo no es, tampoco el Padre es. Si el Padre no es, tampoco es el Hijo. La Presencia que es la pericóresis, que es la circuminsessio, esto es la presencia de cada Persona en la otra, es la vida de las tres Personas divinas. Esta es la Presencia real de Cristo. Somos, en la medida en que Cristo vive en nosotros, porque lo que constituye nuestra vida verdadera, “nuestra vida inseparable”, como decía san Ignacio de Antioquía, es Cristo […].
Todos estamos llamados a vivir esta relación con Cristo, porque lo que distingue al cristiano es esta relación. Así como lo que distingue a las Personas divinas en la Trinidad es la relación de cada una con la correlativa, así en el cristianismo lo que nos distingue es la relación con Cristo. En las Personas divinas existe la relación del Padre con el Hijo y del Hijo con el Padre, en la unidad del Espíritu; en la economía cristiana, lo que la caracteriza es la relación nupcial (no de filiación, sino nupcial) entre Cristo y nosotros, entre nosotros y Cristo. Es por eso porque en los místicos la vida espiritual encuentra siempre su culmen en el que se llama matrimonio espiritual o unión transformante […].
Lo primero que se nos impone en vista de la relación con el Padre celestial, en vista de la relación con todos los hombres, de esta unidad que nos vincula entre nosotros, es encontrarnos con Jesús, Hijo de Dios. El Evangelio, el cristianismo es Jesús. El libro sagrado, para los cristianos, no es un libro de doctrina, sino que es el libro que nos habla de Cristo, que nos hace conocer a Cristo, que nos pone en relación con Él. Aún más que en el Evangelio, el cristianismo tiene su cumplimiento en la liturgia y en la liturgia eucarística, donde se hace presente para nosotros Cristo Señor. Y se hace presente porque ahí estamos nosotros, porque siempre se precisa la presencia de una persona creada para que se haga presente el sacerdocio de Cristo, como también siempre se precisa la presencia del cristiano para que esté Cristo víctima. Nunca Cristo está presente independientemente de ti. Nunca existes como hombre verdaderamente redimido sin Él. La presencia de Cristo supone siempre la presencia de otros. Desde el comienzo ¿podía el Señor hacerse presente sin María? Jesús no existe sin el hombre ni el hombre sin Jesús. El hombre es verdaderamente relación con el Verbo […].
La relación es total. Él lo quiere todo de ti y todo Él se entrega. Solamente esta relación nos hace sujeto, porque es una relación personal, pero, en esta relación personal por la cual somos todo para Él y Él es todo para nosotros, no vivimos más que una única vida: la vida de Cristo es mi vida, mi muerte es su muerte. No es la muerte de Cristo la que se hace mi muerte, sino que es mi muerte la que Él hace suya, asumiendo también mi pecado. En cambio, su vida se convierte en mi vida.
Entonces, ya no existe otra vida para nosotros. Si vivo una vida mía, quiere decir que no he logrado mi unidad con Cristo. Si todavía poseo como propios vida, sentimientos… no he realizado todavía mi vocación cristiana. Realizar mi vocación cristiana quiere decir que yo no vivo más que la vida de Cristo: «Vivo ego, iam non ego; vívit vero in me Christus – Ya no soy yo el que vivo, sino que es Cristo el que vive en mí» (Ga 2,20).