En san Juan de la Cruz, así como en el cuarto Evangelio, predomina la función reveladora del Verbo encarnado. Se ha hablado siempre sobre la importancia que tiene, para este Santo, el atributo de la belleza en el conocimiento de Dios. A través del Verbo encarnado «se verá» la «bondad» del Padre, «su grande potencia, justicia y sabiduría», pero, sobre todo, el mismo Verbo enterará al mundo de la Belleza, la Dulzura y la Soberanía de Dios. La Bondad es aparte: parece que de la Bondad toman origen dos series de tres atributos de Dios [potencia, justicia, sabiduría; belleza, dulzura, soberanía]. La Bondad ciertamente está casi por «amor», como en san Francisco; entonces, más que un atributo, es el nombre de la misma naturaleza de Dios. Los atributos son los aspectos de Dios al actuar en el mundo y al revelar a su Rostro a las creaturas. En esta revelación del Verbo divino, la Belleza, al principio de la segunda serie de atributos, parece concluir y resumir todo conocimiento de Dios. Así, en la palabra del Hijo que responde al Padre, aprobando plenamente su plan, se acentúan principalmente Bondad y Belleza […].
El Padre dispone dar una esposa al Hijo y Él corresponde a ese don con la revelación de la Bondad y la Belleza del Padre. La revelación es la misma glorificación.
La oración sacerdotal de Jesús en el cuarto Evangelio termina con las palabras: «Padre […] les di a conocer tu nombre y aún lo haré conocer, porque el amor con el cual me has amado esté en ellos y yo en ellos» (Jn 17,26).
En el conocimiento de Dios está el proceso de la vida divina. El Verbo divino comunicará a la creatura, su esposa, todo su bien que es el conocimiento del Padre. Un conocimiento vivo en el amor.
La única propiedad de toda Personas divina es ser relación infinita de amor hacia la otra Persona correlativa. La propiedad del Hijo es la de ser Hijo. En el Hijo de Dios, la esposa se convierte en hija, será, con el Hijo y en el Hijo, un único Hijo unigénito. No sólo hablará del Padre, sino que dirigirá y llevará a la esposa hasta el Padre. Al comienzo, el Verbo encarnado habla del Padre: «Iré a decirlo al mundo – dice – y le hablaré de tu belleza». Y de verdad el Verbo no habla de Sí mismo, no revela a Sí mismo, sino que dice el nombre del Padre. Pero, en últimas, anuncia: «La sacaré del abismo de su miseria y la dirigiré hacia ti». El Hijo se dirige hacia el Padre, está frente a su Rostro. En su unión nupcial con el Hijo de Dios, la esposa participará en la relación de amor infinita entre el Hijo y el Padre. La esposa mirará al Padre con los ojos del Verbo.
La vida cristiana termina con la alabanza al Padre. Hechos una sola cosa con el Hijo, nosotros mismos seremos con Él alabanza de su gloria, viviremos con el Hijo en el seno del Padre.
Por la encarnación del Verbo, el hombre entra en el misterio de Dios; con el Esposo, la esposa penetra en este infinito misterio de amor y es arrastrada en la corriente infinita de amor que pasa de una Persona divina a la Otra. Nuestra relación no termina en el Hijo, si el Hijo es pura relación de amor con el Padre.
Es la vida divina: la transfiguración del ser, la luz, la alegría de la cual habla san Juan. Evidentemente esta relación de amor no puede ser otra cosa sino fuente de gozo, fuente de luz, fuente de eternidad. Sin embargo, la luz, la alegría, son fruto, efecto de lo que es esencial en la vida divina: ser relación de amor. La naturaleza de la vida cristiana es ser relación con el Hijo de Dios.
Según san Juan de la Cruz, la unión nupcial transforma al amante el cual se parece cada vez más al amado. Es más: transforma al amante en el amado y al amado en el amante.
De La teologia spirituale di san Giovanni della Croce, 1990