Final de la homilía de la Santa Misa de Navidad del 24 de diciembre de 1984
Él ha nacido por nosotros. Creámoslo también en este momento. Hemos cantado al comienzo del Oficio de lectura: «Christus natus est nobis – Cristo ha nacido por nosotros». ¡Por nosotros, para ser nuestro! ¡No dudemos del regalo de Dios! Es cierto que debemos acoger este regalo con un sentimiento de profunda humildad, el sentimiento de que este regalo divino es totalmente gratuito, porque el regalo de Dios no se motiva por ningún mérito nuestro, sino que supone sólo el pecado. Él ha bajado justamente para entregarse a nosotros los pecadores. Cuanto dice san Pablo respecto al amor de Dios, que se manifiesta en la muerte de Cristo, es verdad desde el nacimiento de Jesús: «Esto prueba el amor que Dios tiene hacia nosotros: que, aun siendo todavía pecadores, Cristo murió por nosotros» (Rm 5,8). No sólo murió, sino que también nació. Todo el milagro, toda la inmensa bondad de Dios se manifiesta en los misterios de Cristo y supone en nosotros no virtud ni bondad, sino sólo miseria y pecado.
¿Logramos creerlo? ¿Somos tan atrevidos que logramos creer superando la vergüenza de sentirnos todavía totalmente contaminados por el mal? Debemos superar esta vergüenza con una fe viva. Debemos tratar no de reconocer nuestro pecado, sino de reconocer que inmensamente mayor que él es la misericordia de Dios y de abrirnos para recibir este infinito regalo de misericordia que Él nos da, aunque pecadores.
Sí, Él mismo nos lo ha enseñado. ¿Por qué no creer en su palabra? ¿Acaso no dijo que tenemos que saber perdonar igual que Dios setenta veces siete (Mt 18,22)? Esto significa que siempre que al alma se abre ante Dios, Él la colma de bien.
¡Que nuestra alma se abra a un vivo sentimiento de su pobreza espiritual, de su miseria, de su pecado, para acoger esta misericordia infinita! […] ¡De verdad es Dios un abismo infinito de amor para con el hombre! ¡De verdad, nunca podremos juzgar cuán grande sea la bondad que Él tiene para con nosotros, la misericordia que Él nos tiene! Resulta tan inconcebible lograr creerla que tratamos siempre de reducir la misericordia de Dios a la capacidad de nuestro pensamiento. Sí, podemos pensar que Dios es bueno, pero nunca lograremos entender cuán bueno es. Nuestra inteligencia se niega y tampoco podría extenderse tanto cuanto se extiende esta misericordia infinita.
Tenemos que abrirnos humildemente para acoger a Dios que viene. Tenemos que creer verdaderamente en este amor y, a pesar de la experiencia de nuestras caídas, creer que Él es de verdad todo nuestro, todo para nosotros, que no nos niega nada, que su regalo de amor es todo su mismo Ser. No nos da sus cosas, nos dona a Sí mismo. De ninguna otra manera manifestaría más claramente su voluntad de ser Él mismo nuestra riqueza, sino naciendo de nosotros, naciendo por nosotros.
Esta es la Navidad, mis queridos hermanos. Tratemos de veras de vivir este misterio con una fe profunda que nos permita vivir la alegría de la Navidad aun siguiendo en una vida de pobreza, en una vida de humildad y quizá de muchas imperfecciones. Pidámosle por lo menos que estas imperfecciones no sean voluntarias y que nuestra miseria también termine siendo alabanza a Él, el reconocimiento de su bondad infinita que se entrega sin medida. Y se entrega también a los que no merecen nada, también a los que nos parecen merecer ser cada día más rechazados por un amor fundado en el cálculo, pero que en cambio no son rechazados por un amor que no condena a nadie, porque no tiene límites.
Esto es, mis queridos hermanos, lo que nos dice esta noche el misterio de esta Navidad.